Hoy te he visto, Señor, venías cansado,
muy triste, cabizbajo y dolorido,
el rostro sumamente demacrado
y el alma hecha pedazos por mi olvido.
¡Que escuálida figura! ¡Que semblante!,
la luz en tus pupilas se moría
y todo en derredor, en ese instante,
parece que también desfallecía.
¿Qué tienes? ¿Por favor, dime qué pasa?
Permíteme ayudarte si es que puedo,
te ofrezco mis cuidados y mi casa
no vayas a morirte ¡me da miedo!.
Y tú, con infinita mansedumbre,
posaste tus pupilas en las mías
y un halo me envolvió como de lumbre
cuando escuché, Señor, que me decías:
“Es cierto, vengo triste y dolorido,
cansado de mirar a los humanos
que todo, en realidad, lo han corrompido
mirándose con odio siendo hermanos”.
“Mi padre me mandó a que les diera
amor, paz y esperanza a manos llenas,
y mira lo que han hecho, ni siquiera
se ayudan entre sí ¡Parecen hienas!”.
“Les di toda la paz que se podía
bajar desde el celeste firmamento
y míralos, no pueden todavía
gozarse de esa paz ningún momento”.
“Por eso es mi dolor, tú no podrías
quitármelo del alma aunque quisieras
pues nada ante los hombres lograrías
¡Tus sueños sólo son eso, Quimeras!”.
Así me dijo Cristo, y nuevamente
se fue cargando a cuestas mis pecados
y mi alma dolorida vive y siente
que ahora somos ya dos los cuitados.
Pablo B. Pineda Cortés / Junio 21, año 1995.