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Jun 25, 2019
  • Carlos Escribano Velasco (Oreja Mocha)

Vi tocar a Carlos Escribano por primera vez allá por 1978 o 79, en el primer concurso de jaraneros que se realizó en Tlacotalpan, evento efectuado a un costado del parque, del lado de la iglesia de San Cristóbal. Uno de los requisitos de dicho evento era ir ataviado con el traje emblemático del jarocho, todo de blanco, paliacate al cuello, sombrero de cuatro pedradas y botines.
En ese tiempo se escuchaba mucho un programa de la XEU de Veracruz donde tocaban “Los Tigres de la Costa” de Delfino Guerrero Chípuli, y su estilo de ejecutar los sones influía en la gente del campo y la ciudad, un ejemplo fue el grupo de “Los Tigritos” de los hermanos Gabriel, Rubén y Catalina Hernández Sosa impulsado por don José Luis Aguirre, “Biscola” allá en Tlacotalpan, por lo tanto, cualquier músico fuera de este contexto en ese primer concurso de jaraneros quedaba descalificado.
Escribano subió aquel día al escenario con su abrigo atravesado al pecho, en el brazo un morral con varios requintitos y entre los sones ejecutados se escuchó una morena petenera, pieza extraña para el público, por estar casi en el olvido. Lógico fue que su intervención quedó fuera del ánimo del jurado, más sin embargo el pueblo presente pasó el sombrero juntando 160.00 que le fueron entregados como premio.

A partir de esa fecha se fue consolidando mi amistad con Carlos y Domingo quienes cada sábado venían a San Andrés trayendo sus instrumentos a ofrecer a los negocios de los hermanos Avendaño, que se localizaban en el mercado municipal, pero también se hacían presentes en el callejón Bernardo Peña, lugar al que llegaban la mayor parte de la gente de las comunidades y era entre la gente del campo donde vendía sus instrumentos.

El papa de Carlos se llamó Rosendo Escribano, campesino constructor de jaranas y violines, hombre muy estricto con sus hijos mayores, Domingo y Carlos, a los que no les quería enseñar a tocar. Contaba Escribano que el siendo muy niño le decía a su papa: – Papa, enséñame a tocar la jarana.

Y su papa enojado le decía- Vete por ahí chamaco que esto es cosa de hombres, esto es malo.
Más sin embargo cuando su papá se embriagaba, lo llamaba, lo sentaba y le empezaba a enseñar, fue así como aprendió.

Empezó a conocer Tlacotalpan desde muy niño, ya que su papá era hombre de fe, por eso asistía a las fiestas del Santuario en la peregrinación de los Chontal de Comoapan, a las fiestas del Carmen de Catemaco donde había que ir caminando y a las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan.
En ese tiempo para llegar había que caminar hasta Alonso Lázaro y luego tomaban los botes que iban hasta Tlacotalpan, esto con el fin de visitar el santuario religioso y aprovechar para vender alguna jarana entre la gente de los ranchos que acudían a las fiestas. Se quedaban a dormir en los corredores de las casas, donde la gente generosa les permitía pasar la noche.

A la muerte de su papa el siguió asistiendo a las fiestas. Allá por finales de los años sesentas y setentas ya casi no había huapangos en Tlacotalpan, se le daba prioridad a los bailes de salón que se efectuaban en el mercado municipal, pero la gente de los ranchos seguía asistiendo a las festividades. Por la noche cuando apretaba el frío se concentraban a un costado del mercado por donde ponían el rodeo para los toros y ahí casi en penumbras amanecían tocando, bailando en el suelo y tomando té con té, ya a las cinco o seis de la mañana agarraban el camino de regreso a sus lugares de origen.

Los instrumentos que hacía, aunque rústicos, tenían sonoridad, pues aprendió a sacar el sonido de la madera al golpe del machete, para trastearlos o apuntarlos lo hacía con un cordel y los pegaba con sajcte, porque no le gustaba emplear harina hasta que apareció el Resistol.

Además de construir instrumentos también tocaba la jarana, le guitarra de son, el violín y el punteador, su hijo Santiago y su nieto Gaudencio siguen con esta tradición familiar.