La muerte del papa Francisco ha desencadenado una nueva fase decisiva en la historia reciente de la Iglesia Católica. Para muchos, comienza una lucha por su alma: de un lado, los que desean mantener y profundizar las reformas progresistas del pontífice; del otro, una minoría influyente que busca deshacer su legado.
Francisco cambió significativamente la composición del grupo de cardenales que elegirá a su sucesor en la Capilla Sixtina. Al haber nombrado a la mayoría de los cardenales menores de 80 años —los únicos con derecho a voto—, dejó un Colegio Cardenalicio que, en gran parte, comparte su visión pastoral.
Fue el primer papa del llamado sur global y rompió con la tradición de asignar automáticamente el título de cardenal a obispos de diócesis influyentes en Europa y Estados Unidos. En cambio, optó por diversificar la representación, incluyendo países como Tonga, Myanmar, Haití y Mongolia, volviendo al Colegio más representativo de la Iglesia universal.
Esta transformación favorece, en principio, la elección de un sucesor alineado con su visión. Sin embargo, los cónclaves son impredecibles, y ya se están movilizando sectores conservadores que se oponían a su papado, cuestionando decisiones como permitir la comunión a divorciados vueltos a casar, abrir espacios a los católicos LGBTQ+, y criticar duramente a los sectores más tradicionales.
También causaron divisiones sus posturas sobre justicia social, inmigración y medio ambiente. Antes de morir, Francisco avaló un ambicioso proceso de reforma de tres años para dar más protagonismo a mujeres (incluyendo su posible ordenación como diaconisas) y laicos. Estas iniciativas han sido canalizadas principalmente a través del Sínodo de los Obispos, mecanismo clave de su agenda transformadora.
Ahora, el interrogante es si el próximo papa mantendrá el rumbo iniciado, cuyo horizonte se extiende hasta 2028. La atención mundial se intensificará después del funeral de Francisco, mientras aún no se ha definido la fecha del cónclave.
Aunque algunos cardenales mayores de 80 años no votan, tendrán influencia clave en las conversaciones previas al cónclave. Algunos fueron designados antes de Francisco y son críticos con su legado. Entre los posibles “hacedores de reyes” se mencionan figuras como Blase Cupich, Oswald Gracias, Christophe Pierre, Arthur Roche y Óscar Rodríguez Maradiaga, todos afines a la visión del papa fallecido.
También hay nombres con peso en la esfera conservadora, como Marc Ouellet, Peter Turkson, Timothy Dolan o el retirado Joseph Zen, abierto opositor de Francisco, especialmente por sus acercamientos diplomáticos con China.
En años recientes, hubo intentos organizados de frenar las reformas de Francisco. Se publicaron memorandos anónimos, escritos en parte por el cardenal George Pell, cuestionando su liderazgo. Incluso se creó una web para perfilar ideológicamente a los cardenales electores, financiada por grupos contrarios al rumbo del pontificado. Este nivel de organización muestra la intensidad de la pugna.
Además, la elección papal se dará en plena era digital, donde un escándalo en línea podría desestabilizar rápidamente una candidatura. En este contexto, los cardenales deben investigar cuidadosamente a los candidatos, conscientes del escrutinio global.
Las diferencias culturales y lingüísticas entre cardenales de regiones tan dispares como África, Asia o América Latina podrían dificultar las alianzas, aunque también reflejan la riqueza y diversidad de la Iglesia actual. Como ocurrió en el cónclave de 2005 con Joseph Ratzinger, un liderazgo firme y capacidad de conexión previa pueden inclinar la balanza.
Es posible que algunos electores, incluso cercanos a Francisco, prefieran un líder menos disruptivo, más prudente en sus formas pero fiel a la esencia reformista. Aun así, hay sectores decididos a frenar esa transformación.
En resumen, el próximo cónclave no solo decidirá un nuevo papa, sino también si la Iglesia Católica continúa con la renovación iniciada por Francisco o da marcha atrás hacia posiciones más conservadoras.