Sáb. Mar 15th, 2025

POR ARMANDO RAMÍREZ RODRÍGUEZ .

Capítulo 5.

Mi casa se encontraba en la calle Juárez 39 y el número de teléfono era 64. Mi hogar contaba con seis cuartos; las tejas de barro cubrían toda la casa, y había un espacio triangular en el tapanco donde se refugiaban roedores, murciélagos y algún tlacuache. Mis padres eran personas rectas, honradas, y sobre todo nos querían mucho. Mis hermanos Palma, Edda, Roberto y Francisco, eran grandes hermanos, todos con personalidades diferentes, pero siempre con la esencia de nuestros padres.
En aquella hermosa casa existía un patio trasero con muchos helechos, y un frondoso árbol de jazmín, la flor preferida de mi madre; la cual engalanaba la casa con su blanca presencia y su inigualable aroma nocturno. Cuando caía la noche el olor del jazmín con el aire que bajaba de las montañas, se esparcía sublimemente por los corredores entrando por las ventanas, donde en aquella obscuridad y solo con la luz de las estrellas nocturnas, se mezclaba entre la noche aquel peculiar y místico aroma provincial. Todavía cuando huelo algún jazmín, llegan a mi memoria fragmentos de aquellas noches de la infancia viviendo con mis padres.
También había árboles frutales propios de la región, como el tamarindo, zapote prieto, naranjo, limones y muchos chagalapolis. Cada estación llegaba con la sorpresa de la abundancia que nos regalaba cada árbol.
Y así lográbamos crear artesanalmente aguas de frutas tropicales y hasta postres. Todo hecho con lo que mi madre cosechaba del jardín. Un árbol que siempre fue admirado por quienes llegaban a la casa, fue el dagame: su periodo de floración era en el mes de diciembre, y cuando esto sucedía, parecía una escarcha de ángeles, sin embargo, en el patio no frecuentaban visitas que no eran muy bien recibidas, como tarántulas y nauyacas.
Como olvidar un rincón importante de la casa, el estudio de mi papá, donde existían muchos libros de medicina y obra clásicas. Aquel lugar era un mundo aparte de la cotidianidad, una biblioteca donde mi papá se sumergía en su propio mundo para pasar horas leyendo o escribiendo fragmentos de libros y cartas. Cuando estábamos en su estudio y éramos aún niños, nos emocionaba ver una réplica de una pistola de piratas y el títere de un esqueleto llamado Juanita, los cuales guardaba celosamente. Y aunque los veíamos seguido, cada vez que las sacaba de su armario sentíamos la misma emoción de la primera vez. Cuando empezó el periodo de mi adolescencia, en aquel estudio escuché muchos consejos de mi padre. Mi papá era un señor que difícilmente podríamos encontrar en estos días. Los libros eran su mundo, y eso quizás lo hizo ser una persona adelantada a su época.